Con veintiséis años y la ilusión de quien todavía no sabe dónde se mete, decidí comprar una casa junto a quién hoy en día es mi marido.
Lo teníamos claro: Una bonita casa con tres habitaciones, dos baños y un gran salón.
No pedíamos más y casi parecía que ya podíamos tocar con la punta de los dedos la puerta de nuestro nuevo hogar.
Primero la búsqueda, luego las llamadas a las inmobiliarias, más tarde las visitas.
Muchas visitas: Nada era lo que parecía.
Y así fue como las búsquedas, las llamadas, y las visitas se sucedieron en el tiempo.
Aquellos meses nos desgastaron a los dos: Con cada nueva visita que no se ajustaba a lo que queríamos, nuestra ilusión decaía: ¿Cuál sería el problema esta vez? ¿Fotos engañosas? ¿Precio desorbitado? ¿Otros interesados?
Mas llamadas, mas visitas, más tiempo perdido…
Aunque veíamos las casas en pocos minutos, realmente nos llevaban mucho más tiempo entre las idas y venidas: Madrid es una ciudad grande y el intenso tráfico multiplica las distancias.
La decepción iba en aumento, y nuestra ilusión en sentido inverso.
Finalmente encontramos la casa perfecta… ¿Seguro?
No tardé en darme cuenta de que por más cariño que dedicara a aquella CASA no conseguía convertirla en mi HOGAR.
No hace falta comprender algo para sentirlo y yo sentía que aquel sitio no era mi lugar ni el de mi familia.
Pasaron varios años hasta que lo comprendí: era la luz, o más bien la falta de ella.
Aquella casa estaba mal orientada.
Ya ni recordaba lo que era el primer café del día mientras el sol entraba por la ventana y me acariciaba la cara. Un ritual que me daba fuerzas para enfrentarme a cualquier cosa y lo había perdido. Peor aún, lo había olvidado.
Teníamos que cambiar de casa de nuevo. Fue traumático para toda la familia.
Pero algo tenía claro.
Esta vez no me iba a equivocar. Sin importar las horas, el tiempo, las inmobiliarias, las visitas, las citas. Había una casa ahí fuera perfecta para mi y para mi familia. La iba a encontrar.
Pero no fue ni rápido, ni fácil… Dos años más tarde, sucedió.
Supe ensuciarme de barro para encontrar la pepita de oro que estaba buscando. Se me dio bien.
Adquirí experiencia sobre el terreno.
Y así empecé a entender las reglas del juego inmobiliario en Madrid, mi ciudad.
Con el tiempo fui creando un método y utilizando mi experiencia empecé a ayudar a mis primeros clientes. Eran compradores, como yo lo había sido tiempo atrás durante más tiempo del que cualquier comprador desearía para si mismo.
Así me convertí en Personal Shopper Inmobiliario.